lunes, 29 de septiembre de 2014

El Velorio

(Paraje de San Bernardo – costado sur del río Cuarto  -entre Paso del Durazno y Reducción-  año 1746)

Esa noche había  velorio en San Bernardo, en el ranchito humilde de Cardoso fulguraban varias velas debajo de la enramada, lugar donde pusieron el cajón sobre un mesón de palos. Mientras, los dos perros propiedad del difunto dormían debajo del ataúd, como haciéndole guardia de honor a quien fuera su dueño. Algunos vecinos se acercaron por un momento durante la noche, más por curiosidad que por sentimientos, y solamente un amigo se hizo cargo del acontecimiento porque el finado no tenía familia ni gente que lo quisiera mucho, realmente era un paisano bastante despreciado por su vagancia y falta de conducta.

–   Cheeeee  Farebulo… dicime,  ¿qué vai hace con el finadito ahura?
– Y acompañame,  lo vamo a vilar y mañana lo llevamos al cimenterio.
– ¿Paaaa quééééé lo vai a vela tanto?... si no li hace falta.
–  Es que si  no  lo vilamos y lo enterramos nosotros, se lo van a comer los perros, al pobre. Es que no tiene a naide… pobre negro y quedó en disgracia.
–  Va a tener que pedí  permiso en el cimenterio.
–  Ya hablé con el cura, y a media mañana lo va a enterrar con bindición y todo.
–  ¿Y pa` qué juiiiiste hablá con el cura?
–  Me lo dijo el Juez, el que vino a tomar declaraciones a esa yegua que ensartó al pobre negro.
– Pero atindeme, si este negro era como yooooo, no estaba bendicido po` la iglesia…  ¿paaaqui lo vay a lleva a la iglesia?, lo hubiéramos interrao en el campito y sin vilorio, ¿o no sabi acaso que a él no le gustaban los curas?
– Güeeeeeno, no siaas bruto, lo van a bindicir ahura como finadiiiiiito, además yo me hice cargo y el Juez, que es la autoridá,  me dijo que lo viláramos en su rancho toda la noche y que mañana lo lleváramos al cimenterio de la iglesia.
– ¡Quiiiiii pelotuuuuudo el Juez ese!… dicime… ¿y si el negro comienza a larga olor?, ¿cómo lo va a vilá tanto?

Estaban cansados los amigos, habían trabajado en trámites y volteretas, y ahora Farebulo debía cumplir con las indicaciones del Juez.
De tanto en tanto aparecía algún paisano para despedirse del finado. El  velorio era la representación de la pobreza; yuyos, huesos de resto de animales, patios sucios, el rancho con paredes de barro sin cal, y hasta mal olor que salía de su interior, todo daba la nota de descuido absoluto de quien fuera su morador.
Un paisano ya entrado en años con botas altas, espuelas de bronce y poncho colorado se acercó al cajón, se quitó el sombrero, y comenzó a hablar en voz alta y con palabras retenidas, como dirigiéndose al muerto, aunque de tanto en tanto mirando a los pocos presentes.
– ¡Pooooobrecito, el Cardoso!… tan güeno que era el finadito… ¡cuántas gauchadas me hizo!... las ovejas que me regaló; las espuelas de plata y el bozal pa el alazán también. Pa` mí era muy güeno… era un hermano, que el tata Dios lo tenga ahora con él. Mirá queeeee manera de morir, el pobre.
– ¿Era amigo de Cardoso, don Ortiz? – preguntó despacito Farebulo.
–  Sí que era muy amigo, y él también era muy amigo de mi familia, quería mucho a mis gurises, y a mi mujer, ¡pa` que le viá a contar, siempre le llevaba regalos también!, era de güeeeen corazón…

Al final, el velorio quedó en soledad. Ya la noche había alcanzado al amanecer. El Farebulo y el Ramón se habían quedado  dormido, tirados sobre unos catres en el patio.
–  Ramón, Ramón… dispertate y fíjate en el finadito.
–   ¿El finadito?
–  ¡Sí!... el finadito, mirá, se le apagaron las velas, andá fíjate si está bien.
–  ¿Si está bien mi diciiis?... ¿y por qué no ti fijas vo, Farebulo?
– Si te digo… yo no me animo a ver un finao de noche… a ver si se disparó y anda el alma suelta.
– Güeno, pero no mi dejes solo, vamo los do junto entonces.
Se levantaron sin que el valor les sobrara; estaba  bastante oscuro y casi nada veían.
– No si ve nada cheee, ¿estará el finao?
Pudieron prender un candil y lo llevaron lentamente, alumbrando el cajón.
– Viste, viste… el negro está bien pobriciiiiito, ni se ha movido, parece dormido, pobre negro,  pero no sé por qué se apagaron las velas si no hay viento.
– No, no se apagaron las velas,  se consumieron.
–  ¿Y diande vay consigui velas ahura?
–  Es que ya va amanecer… no hace falta velas, prindamos el fogón.
– Sí, y hagamos unos churrasco que a mí me duele la panza de hambre.
–  Fijate si el negro tiene carne en el rancho, sino yo viá a buscar mientras vos prindes fuego.
– ¿Y cómo le vai a comer la carne al finadito?
–  Y, si el pobre ya no la va a comer más.
Al rato apareció Ramón desde adentro del rancho con el candil en una mano y con la otra ocupada.
–  ¡Mira Farebulo!,  carne no encontré, pero hay una botella de caña pa hacela chupete.
– Traela  Ramón,  vamo tomala con mate.

Tempranito salió el cortejo fúnebre con cuatro personas y dos perros acompañando al Farebulo, quien llevaba la carretilla. Cruzada sobre la misma iba el cajón sin tapa,  de madera rústica   –fabricado por el mulato Arenales, carpintero del pueblo – con el muerto, avanzando hacia el cementerio.
En aquel recorrido Ramón llevaba la botella de caña casi vacía.
– ¡Che Ramón!… tine un poco di rispeeeeto, no podí andar con la botella por el entierro.
–  Güeno, gueeeno, me la tirmino de tomar entonces. ¡Qué carajo! vo sos más dilicao que cura dando misa.
Muy mareado y alegre iba Ramón por la calle del entierro. Zigzagueaba  por el guadal mientras exclamaba a gritos lo bueno que era el finado.
– Vamo  interrar un güen gaucho, que lo mató una disgraciada.
– ¡Callate la boca Ramón!, tiné un poco di  rispeto al finao y no hable más.
– Güeno, dijamelo que yo lo llevo un poco.
– No, vo lo vay a tumbar por la calle. Se te subió la caña a la cabeza.

A duras penas llegaba  a destino el singular cortejo. Y a medida que pasaron  por algunos ranchos, los perros ladraban al cajón, mientras  la gente salía afuera para correrlos y se persignaban en señal de respeto al hombre muerto.  Ramón con su botella en alto, enredado en su borrachera, los saludaba,  demostrando alegría.

El sacerdote que se encontraba esperando realizó una oración, luego sacaron  al muerto  del cajón  y lo sepultaron en la tumba, después  lo cubrieron de tierra y  sobre el bordo de esta colocaron una cruz de palos.

– ¡Quí cagaaaada padre!... ¿no va podi salí más el pobre negro?

El sacerdote lo miró; ya se había dado cuenta del estado en que se encontraba y nada respondió.
Los amigos del difunto fueron a la iglesia  para aportar   los datos del finado, porque papeleta no tenía. El cura realizó el acta de defunción, colocando  el nombre, la edad aparente y la causa de la muerte, registrada como “muerte por puñalada”.
Toda la ceremonia había terminado.
A las pocas horas el rancho del finado fue invadido por algunos vecinos curiosos, dado que ahora no tenía más dueño.
Nada de valor encontraron para apropiarse, solamente una pava y dos jarros, todo lo demás eran inmundicias, incluyendo algunas ropas sucias.

(fragmento del libro "El Carrero de San Bernardo de Walter Bonetto) 


29 de septiembre de 2014
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