miércoles, 13 de febrero de 2013

El Caminante (fragmento)


...nuestras manos derechas se apretaron como para dejarnos mutuamente un último adiós; al final, Miguelito volvió sobre sus pasos de regreso a la misión; yo, al camino. La mochila se ponía pesada, muy pesada. Mi rumbo era el norte. Planifiqué llegar a Tucumán, después Salta y Jujuy.

Continué por el costado de la ruta, maravillado por el entusiasmo de Negro, (mi perrito compañero) hablándole y sintiendo que me entendía. La Ruta 9 me seguiría llevando hacia las entrañas del norte argentino. Los días eran más cálidos y largos, lo que me obligaba a cargar con más agua. El calor insoportable me obligaba a parar para descansar cerca del mediodía. Por un tiempo anduve con muchos intervalos y penurias, parando en las localidades que encontraba en la ruta, cuando no había una población, lo hacía en soledad. Tras caminar cinco días, llegué a la ciudad de Santiago del Estero, también con un calor muy intenso. Extremadamente cansado recorrí unas calles hasta que me instalé por una noche en un parque central.

Después de pasar la noche, continúe mi ruta hacia la ciudad de Río Hondo. Una vez que llegué, pensé en quedarme unos días para descansar, ya que mis pies estaban nuevamente llenos de ampollas y me costaba caminar. Busqué un lugar donde hospedarme. La mayoría de hosterías y alojamientos estaban cerrados, fuera de temporada. Luego de mucho andar, y con no pocas dificultades, encontré un hospedaje que me admitió con mi perro siempre que lo mantuviera en el patio trasero y que no molestara. En este lugar descansé cuatro días para después continuar caminando hacia San Miguel de Tucumán.

Sobre la ruta cada tanto encontraba puestos de venta de artesanías de la región. Vi de todo: desde los que ofrecen sandías, melones, duraznos, higos, tunas, tejidos, tapices hilados a mano, hasta tortuguitas del monte que los niños ofrecen con las manos en alto para llamar la atención de los turistas. Un atardecer paré al lado de uno de los puestos, compré unas tunas y pregunté cómo se comían. El niño tomó un cuchillo y un tenedor y me mostró cómo pelarla.

—Es muy fácil, señor, son muy nutritivas y jugosas.

Me gustaron, pero me molestaba que tuvieran tantas semillas.

—No se preocupe, también se comen.

—Bueno, gracias. ¿Ustedes las cultivan?

—No, señor, están en el monte. Son esas plantas que usted ve en el campo de hojas muy anchas y espinudas. Nosotros las juntamos, pero para juntarlas nos llenamos de espinas y hay que tener cuidado porque entre los tunales hay víboras venenosas.

—¿Y cómo andan tus ventas?

—Ahora se vende poco, pero de vez en cuando alguien para. 

—Claro.

—Qué bonito perrito tiene, pero tenga cuidado; acá hay muchas víboras y a los perros bicheros los pican y los matan.

—¿Y entonces, qué tengo que hacer?

—No lo deje que olfatee por el pasto entre los árboles porque cuando levante una víbora se lo va a matar. Yo lo sé porque perdí dos perritos por mordeduras de serpientes y terminan con una muerte horrible los pobres.

—Gracias por tu advertencia, no sabía de este peligro. 

No lo demostré, pero quedé asustado. Negro ahora tendría que caminar con menos libertad, atado con la correa.

Con el calor norteño, la ruta era tremendamente pesada y el agotamiento físico me vencía. Yo sentía algunos temores, pero me acostumbraba. Sacaba valor no sé de dónde, superaba los miedos y descansaba placenteramente con la única y valiosa compañía de mi perro. 


Desde que salí de Río Hondo habían pasado tres días de caminata. Pensé seriamente hacer un cambio. Se me cruzó la idea de motorizarme. Muchas veces mi voluntad se veía acorralada por la tentación del abandono.

Mientras ese torbellino rondaba por mi mente, comencé a ver plantaciones de caña de azúcar, supuse que estaba llegando a San Miguel de Tucumán.

Iluso. Estaba muy cerca para un auto, pero no para hacer el recorrido a pie. El Jardín de la República no aparecía más, encima llovía y no veía un solo refugio. 


Luego de tres horas de caminata apresurada, empapado hasta los huesos, ya casi en penumbras, encontré unas casitas de adobe alineadas al costado del camino. Me acerqué a una de ellas y pedí hablar con los padres de los niños que jugaban por ahí. Uno fue corriendo hacia la casa, mientras se me acercaban como cinco perros flacos que me ladraban, me olían y querían atropellar a mi Negro, al que tenía fuertemente de mi mano con la correa y lo escuchaba gruñir. En un momento apareció una señora vestida con ropas muy humildes. La saludé, le dije que venía caminando desde Santiago del Estero y le pregunté si podía armar la carpa en ese sector para pasar hay la noche. La timidez de la mujer y la insistencia en que el marido no había llegado del trabajo ponían en duda mi permanencia.

Mientras estaba saludando a la mujer pensando en no comprometerla y para despedirme, se presentó un hombre joven con ropas de trabajo y me estrechó su mano. Ella le comentó de mi petición y él me dejó que armara la carpa donde quisiera y se disculpó porque no podían darme comodidades. Los vi pobres, me acordé de lo que me decía Miguelito en cuanto a la explotación en el norte argentino. 

Fui a la bomba de agua y me lavé como pude. Volvía a la carpa, al momento observe que bajo la tenue llovizna venia dos niños con un plato entre sus manos.

—¿Para quién es esto?

—Se lo mandan mi papá y mi mamá, son para usted.

El hombre se asomó a la puerta y me pidió que aceptara las tortitas calientes y que si lo deseaba pasara un momento a su casa 

Me di cuenta de que no podía despreciar la hospitalidad del hombre, así que luego de deleitarme con una torta y darle otra a Negro me dirigí a la casa.


—Pase, pase, amigo. Es un placer recibirlo. Mire que somos muy pobres, pero gracias por venir.

—No se preocupe por su pobreza; ustedes son gente muy hospitalaria y eso vale mucho.

La mujer estaba cocinando sobre un fogón en la esquina de la pequeña habitación, que se contaminaba de olor a humo y grasa y se iluminaba con unas velas. Desde la cocina se veían otras piezas sin puertas, también hundidas bajo el nivel del suelo, con pisos de tierra, paredes de caña y catres de palos. 

La señora hacia tortas fritas con una masa de harina, agua y sal, que luego de amasarlas sobre una tabla las estiraba con una botella para después freírlas en una cacerola.

Me sirvieron varias; algunas eran saladas, otras dulces, porque las mezclaba con jugo de caña, pero todas resultaron apetecibles. 

Estaba comiendo en un banquito endeble en una casa muy precaria junto a una familia que no conocía. Sentía en ese momento en mi pecho palpitar la humildad de la pobreza del lugar, lo que era una experiencia singular e interesante. Era una dimensión distinta; era una situación encontrada por el destino de caminar; era una vivencia nueva para mí que tenía que dejarme algún mensaje. Ellos me habían invitado y yo –a pesar de mi terrible cansancio– no quería desaprovechar la oportunidad de compartir ese singular momento de mi vida, por lo cual elogié las tortas fritas y pregunté:

—¿Qué tal la vida acá en Tucumán?

—Para nosotros es de mucha pobreza.

—¿Y en qué trabaja?

—¡En lo único que sé hacer! Soy cañero de toda la vida y también pico leña en el monte. Pero es una vida miserable y mal paga, cada vez ganamos menos los cañeros de brazos… ahora con las máquinas.

—¿Nunca le interesó prepararse para hacer otros trabajos o tener otro oficio?

—No, amigo. Mis padres me criaron aquí, en esta tierra, entre el monte y las cañas, siempre con un machete talando cañas con las manos ampolladas.

—¿No fue a la escuela?

—No. No me gustaba, pero algo aprendí a leer… y sé firmar.

—¿Y a sus chicos los manda a la escuela? 

Me miró con asombro. Su mujer también me miraba mientras tenía levantada una torta pinchada con un tenedor para que se escurriera el aceite al sacarla de la cacerola.

—Eso lo decidirán ellos cuando sean más grandes. A mi mujer le gusta que vayan a la escuela, pero a mí me parece que no vale la pena, a lo mejor un poquito para que aprendan a leer y a escribir y que se puedan defender.

Todo quedo en silencio, yo los miraba con serenidad y respeto, hasta que al final me anime y le insinúe:

—Creo que sería interesante que sus hijos puedan estudiar, así tendrán un mejor porvenir.

Después de oírme, el hombre me miró como asombrado, pensó un momento y luego me respondio:

—Es que mucho de los que estudiaron en este país roban siempre, como la mayoría de los políticos y los gobernantes se hacen ricos robando. Todos se hacen ricos en la política. 

Las fulgurosas llamas del fogón cambiaban constantemente de matices y producían resplandores que por momentos coloreaban los rostros de los cañeros y templaban la casucha casi en exceso, para terminar mezclándose con el humo y el olor algo agradable pero pesado de la fritura que hacia la mujer, mientras sacaba un jarrito de agua de un balde colgado de un tirante cerca del mismo fogón, para apaciguar el hervor de la pava ennegrecida por las llamas.

—¿Cuántos hijos tienen?

—Yo tengo cinco ahora con la Luisa. Pero ella tenía tres de antes, así que en total tenemos ocho chicos y hacerlos estudiar no podemos. La Mirtilla, que es la mayor, tiene diecisiete años, y el Peperín tiene catorce, y ellos son los que me ayudan a trabajar: van casi todos los días al cañaveral y cuando no hay cañas picamos leña en el monte.

—¿Y el menor?

—El menor toma la teta.

Ya era como la cuarta torta frita que comía. Estaban buenas. Pensaba en silencio lo que había leído en una oportunidad “en la mesa del pobre la cama suele ser muy fecunda”.

—Sírvase con otro mate para acompañarla –exclamó el amigo, rompiendo el intervalo y no me hice rogar, pero también aproveche para reiniciar el dialogo.

—Está bien de lo que me dijiste de los gobernantes y de los políticos; pero mira que no todos son ladrones.

—¡No, todos no! Ya lo sé, pero la gran mayoría son choros, son zánganos de esta nación, viven a costilla de los que trabajamos realmente y esa gran mayoría tiene estudio, fueron a la universidad, son doctores, pero roban igual. Son ladrones, constantemente estafan al Estado y casi nunca van a la cárcel, y si no por qué cree que este país tan rico esta sumergido en pobreza.

Mientras la niña más chica se había dormido en los brazos, el cañero me continuaba relatando sus peripecias de vida; me manifestaba su forma de pensar y de entender su realidad de la pobreza. Llegué a la conclusión de que eso era lo que el había conocido y por lo tanto era como su mundo, su tierra, su universo. Había nacido en esa pobreza, convivía con ella; sabía que su futuro era la pobreza y entendía también que sus hijos seguirían condenado a la misma situación, pero estaba como resignado a esa triste realidad. Me di cuenta que vivía sin esperanzas.

Agradecí con mucho afecto la recepción; no la podía prolongar más por el cansancio que tenía encima. Fui a mi carpa en silencio y angustiado. Pensaba en la difícil resignación del cañero. Pensaba en esos niños que no iban a la escuela. 

Tuve que pelear con Negro porque había tomado para él toda la colchoneta. Con muy pocas ganas cedió el lugar para terminar en su esquinita permitida. La lluvia golpeaba suavemente las paredes de la carpa sin que ingresara una sola gota de agua, lo que daba una sensación de abrigo y protección muy especial y cálida. 

Estaba cansado, pero no conciliaba el sueño. Sentía bronca, impotencia. Me daba cuenta de que a esta gente le faltaba educación básica para razonar con más amplitud. Su pobreza era como un pozo al que no llegaba luz. Este hombre trabajaba catorce horas por día, sin asistencia social y con un jornal miserable. Me acordé de lo que me había contado Miguelito.

Al amanecer me despertaron los pasos de personas que salían de sus chozas rumbo al trabajo. Unos a otros los cañeros se llamaban a viva voz; machete en mano y con una bolsita al hombro pisoteando el barro o esquivando charcos iban como amontonados rumbo al trabajo. También iban mujeres y algunos niños casi dormidos caminando con desaliento por detrás de sus padres. A todos les llamaba la atención mi carpa, me observaban con desconfianza, creo. Pasaban y pasaban –no sé de dónde salían–, pero no terminaban de pasar. 

Me levanté, le agradecí a la esposa del cañero por mi permanencia en el lugar y tuve que insistir para que aceptara la plata que le dejé.

—No, señor. ¡De ninguna manera! No le puedo aceptar ese dinero, si usted no me debe nada.

La mire a los ojos con suavidad e insistencia y le pedí nuevamente que aceptara el dinero.

—No se lo puedo aceptar, además mi marido se va ha enojar.

—Esta bien, señora; se lo quiero dejar de regalo para sus hijos. Por favor, no me lo desprecie, son solamente unas monedas.

No dijo nada la pobre mujer, pero al final ante mi insistencia mantuvo el dinero entre sus manos, quedando muy agradecida.

No me iba contento. ¿Qué culpa tenían esos niños de haber nacido en este lugar? ¿Por qué estaban condenados a vivir en el trabajo? Una vez más, el hombre y la injusticia. Aún sigo temiéndole al hombre. 

Caminé mucho. Fui costeando toda la ciudad por una circunvalación. Pasó por mi cabeza entrar para conocer la histórica Casa de la Independencia. Dejé de lado la idea: no me interesaba la independencia porque no la sentía en mi piel. Al contrario, con la pobreza que vi en los niños y en la gente, sentí que todavía existían esclavitud y condena.

A mi izquierda veía una ciudad importante, a mi derecha no me cansaba de ver casuchas con mucho pobrerío, con mucha miseria pegada en sus paredes y techos, como si la ciudad las expulsara. 

Como si la ciudad comprendiera que este pobrerío “compromete mi progreso” y empaña mi elegancia. Entonces, en la medida que estira sus arterias para crecer, va marginando, va como expulsando a los más humildes y pobres, quienes se van desparramado en terrenos bajos y muchas veces inundables, sin urbanización ni parques, ni plazas. Solamente casuchas llenas de basuras y yuyos, amontonadas sin ningún orden, con cartones destartalados y chapas negras por el herrumbre. Alambrados improvisados para separar en algo lo inseparable. Patios de tierra y barro llenos de pozos; cercos de caña y palos, ventanas chiquitas y desformadas tapadas muchas de ellas con telas improvisando cortinas andrajosas.

Perros, gatos, algunas gallinas en los patios, caballos flacos y carros destartalados, todo mezclado con niños descalzos y sucios. 

Caminaba como espantado, como asustado por esta realidad que observaba. Costaba asumirla, me costaba comprenderla y por supuesto aceptarla.

Pensando y reflexionando sobre esta realidad, se hacía largo el camino entre los dos mundos. El de los pobres y el de los ricos, el del hombre de la villa y el morador de la residencia. ¿Es que no alcanzan el trabajo, la educación, la salud para llegar a miles de seres humanos? ¿Por qué tantos pobres en un país rico?...




Walter Bonetto
walterbonettoescritor@gmail.com
Twitter: @walterbonetto


jueves, 7 de febrero de 2013

Opinión: Los escraches agreden a la República


    No es justo que se insulten gratuitamente a funcionarios del gobierno, como tampoco es justo que desde el gobierno se hostiguen públicamente a miembros de la oposición o a quienes piensan distinto como está ocurriendo en la actualidad. Las agresiones  tienen desastrosas consecuencias cargadas de hostilidad y vergüenza. Los malos momentos pasados  por la esposa y los hijos del viceministro de economía, Axel Kicilloff, en el Buquebús cuando regresaba a Buenos Aires desde Montevideo, en  donde fueron injustamente  maltratados con insultos y gritos,  están totalmente fuera de lugar y no hablan de un país serio ni del respeto a la democracia, por ende a la república. Todo lo contrario, hablan de ciudadanos  cargados de imprudencia e irresponsabilidad en actitudes casi patoteriles, lo que fue verdaderamente una injusticia.


    Más allá que se esté de acuerdo o no con algún funcionario  o con las acciones del gobierno, reclamar con atropello e intolerancia es totalmente condenable. Los ciudadanos de bien se manejan con parámetros de respeto y tolerancia y desde estos parámetros se puede reclamar con contundencia mostrándose en desacuerdo pero  sin agraviar ni desmerecer a nadie. Estos mismos conceptos deben ser aplicados por la prensa adicta al gobierno. Hecho que no siempre se observa, dado que “entre líneas” siempre está como hostigando  a  vapulear  a la oposición o a quienes piensan distinto, demostrando claramente su mediocridad periodística por la parcialidad de la información.  De esta mediocridad que en gran medida siembra discordia y zanja diferencias,  gran parte es responsable el mismo gobierno por querer controlar los medios que especialmente lo hace con las “pautas publicitarias”.  Lo mismo ocurre con muchos artistas reconocidos. En un caso de estos días pasados  se usó el escenario para hostigar a la Presidenta, cosa que es totalmente condenable; mientras que por el otro lado,   un famoso artista que desde el palco agrede al gobierno de la ciudad de Buenos Aires lo que también es vergonzoso, condenable y repudiable.

    El gobierno por medio de muchos funcionarios  pone el grito en el cielo y con justa razón sobre el artista que insultó a la figura presidencial,  pero nada dice del artista que insulta al gobierno de la ciudad, al contrario, queda la sensación de que “lo aplaude en silencio”. Ahora bien, el primero pidió disculpas públicas; el segundo aún no lo ha hecho y da  a entender que no lo piensa hacer, lo que indudablemente asume una actitud soberbia, arrogante y dictatorial, vergonzosa y peligrosa ante la época en que vivimos que tendría que ser de respeto y tolerancia, pero como está en el pensamiento del gobierno proceder de este modo, (condenar a quien piensa distinto) parece que está todo bien.

Realmente nada está bien, no se puede seguir con estas actuaciones inescrupulosas  e irresponsables. Es necesario bajar el nivel de agresividad  y aumentar  el respeto a esta república porque realmente  precisamos una sociedad más respetuosa, con gran voluntad de entendimiento y convivencia pero lamentablemente no la podemos lograr. Luchar por ideales con respeto no es otra cosa que asumir una convivencia sana. Los ciudadanos no deben insultar a sus gobernantes deben usar los métodos de la democracia para excluirlos de sus funciones en los tiempos de elecciones y por otro lados los gobernantes  también deben respetar a los ciudadanos, situación que no siempre se observa y es una verdadera lástima,  porque en lugar de resolver los problemas acuciantes de la nación  están dedicados a victimizarse tras los  escandaletes carnavalescos que no deberían ganar cuerpo.


Walter Bonetto
7 de febrero de 2013
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miércoles, 6 de febrero de 2013

Opinión: ¿Desaparece la colonia agropecuaria?




    La tecnología, el progreso, la sojización, la evolución desmedidas de los “seudosadelantos” que van a paso apresurado en contra del medioambiente degradando la calidad de vida; la extrema “profesionalidad” en el uso de la tierra, que en muchos casos  ocasiona imprudencias inadmisible porque no respetan conceptos básicos, todo hace pensar que nuestro país en el orden de su riqueza agropecuaria va camino a una crisis sin precedentes por el mal manejo de los recursos naturales  que de manera inconcebible el hombre está ocasionando inconsciente e irresponsablemente.
    Gran parte de esta involución se observa en el campo con su actual “esplendor de decadencia” y lo más lamentable de todo esto que el manejo del suelo en las zonas altamente productivas está en manos de “profesionales especializados en agricultura” que deberían asegurar un uso correcto de estas fuentes de la naturaleza, pero  sin embargo los errores que se están cometiendo son realmente preocupantes, entonces debemos reflexionar: ¿estudiamos tanto en las universidades para terminar directa o indirectamente, siendo cómplices de una destrucción sistemática? ¿Nadie planifica un país mejor en este aspecto? ¿Son tan insensibles los gobiernos que no se dan cuenta de estos males?
    El uso de agroquímicos en el tratamiento de los cultivos que son altamente dañinos para el medio ambiente; las siembras descontroladas sin importar el derribo despiadado de bosques naturales; la erosión del suelo por su mal uso; la modificación de la genética en cultivos intensivos; la desaparición de la chacra mixta como unidad productiva de gran importancia; la desaparición de la colonia agropecuaria, verdadero baluarte del progreso regional. Todo esto forma un conjunto de irregularidades preocupantes que no  se compadece con la  realidad que exige el adecuado uso de la tierra, en comparación con la  preparación y formación de profesionales formados para que nos ayuden a cuidar nuestro espacio, sumado a  gobiernos con total falta de políticas acertadas con proyección de futuro en el campo de la agricultura, brindan un horizonte de desesperanza y preocupación.
    Hay algo que no encaja con la necesidad de preservar la vida y de respetar el medio ambiente,  así es que al compararse los tiempos, uno observa claramente que medio siglo atrás la actividad agropecuaria era más respetuosa de la naturaleza. Se realizaba con un proceso más sacrificado y menos productivo, pero el medio ambiente no se dañaba como en la actualidad en donde ahora existen altas tecnologías y profesionales más preparados para el manejo de los suelos pero sin embargo  los resultados están siendo lamentables porque prima la alta producción a cualquier precio.
    Son muchos los intereses económicos que juegan en esta cancha: las presiones empresariales de grupos de oportunistas y en muchos casos de avivados que usan las siembras extensivas como gran negocio y no dudan en alcanzar su objetivo de cualquier manera. Son estos intereses  motivados por medidas desacertadas de distintos gobiernos que se suceden y no entienden el problema agropecuario de la nación los que terminaron generando una gran decadencia por falta de planificación y reglas claras que aun los gobernantes actuales siguen sin advertirla. Ahora los síntomas están a la vista es necesario observarlas y por sobre todas las cosas DESPERTAR.

Dentro de esos síntomas debemos entender: la desaparición de la chacra mixta que se  a extinguido casi en su totalidad como unidad productiva de variada diversidad. El abandono de miles de establecimientos agropecuarios que fueron convertidos en potreros de siembra con instalaciones deshabitadas y en ruinas.  Las colonias agropecuarias que ya no existen  y los chacareros están solamente en el recuerdo, los que quedan son una excepción. Estas entidades fueron el motor de todas nuestras riquezas y desarrollaron a este país sin semillas transgénicas, sin fertilizantes, sin pesticidas, y sin asesoramiento de profesionales agropecuarios. Aquellos colonos llevaron al país a un alto margen de rendimiento con la responsabilidad el trabajo y el sacrificio y con gran inteligencia. Fueron aquellos gringos chacareros los que provocaron en gran medida la mecanización del agro, como Drueta, Rotania, con sus máquinas cosechadoras  revolucionarias para la época, y tantos más. Algo fue  pasando  después, nos encandilamos por el adelanto y el progreso sin importarnos preservar la vida para las nuevas generaciones. Solamente ahora pensamos en producir  a cualquier precio pero sin tener en cuenta  al medio ambiente ¿Estamos pensando en el futuro o nos estamos condenando al fracaso?
    No es bueno que esto ocurra, la desaparición de las colonias agropecuarias trae como consecuencias una involución desastrosa porque toda la maya rural se encuentra inexistente, se perdió la escuela rural, se despobló el campo, se  pierden sus costumbres, murió el club agrario  y la gran empresa  no vende a la cooperativa ni al acopiador local, pero tampoco compra en el lugar, así es que la colonia que no se ha perdido está en agonía. Quedarse en el campo no tiene incentivos, se sienten ciudadanos desamparados y entre los impuestos, los insumos, la falta de entendimiento del gobierno que da la espalda a uno de los más grandes de los motores de la economía nacional hacen perder el entusiasmo de los pocos que lo habitan.



Walter Bonetto
Periodico la Ribera. Diciembre 2012    Nº303

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